sábado, 9 de octubre de 2010

Retrato del turista incidental.

Ramón Salas

En 1867 Manet pintó en un lienzo de casi dos metros de ancho una Vista de la Exposición Universal de ese mismo año. La vista estaba tomada desde una colina que Haussmann había modelado, como tantas otras zonas de París, apenas unos meses antes de la inauguración de la exposición precisamente para convertir el continente en contenido, para exponer a la vista el espacio de exposición, esto es, para inaugurar esa confusión entre el medio y fin que, un siglo después, Debord identificaría como la característica definitoria del espectáculo. Pese a que el cuadro de Manet no exigía ningún tipo de erudición, no gozó del favor del público. Formados en la tradición neoclásica -que articulaba en una unidad de acción y tiempo ejemplar unas paradigmáticas figuras convexas en un escenario histórico cóncavo- sin duda esta colección de personajes vulgares, disgregados, haciendo cosas dispares sobre un escenario de formato narrativo en el que, sin embargo, no se contaba nada, debió parecerles insoportablemente anodina.
El pintor de la vida moderna bocetó, con un estilo taquigráfico, una instantánea fugaz de un escenario insignificante (es decir, aún no significado) más propio de una postal turística que del cuadro de historia que su tamaño evocaba. Y es que, aún más que la pintura, era la historia misma la que esta cambiando. En adelante, ya no se vería inspirada por acciones o expresiones épicas de la voluntad humana o divina con un contenido de verdad universal. Al contrario, vendría definida –según el conocido diagnostico de Marx- por el progresivo desvanecimiento en el aire de todo aquel patrimonio de convicciones sólidas. En efecto, en las exposiciones universales los tradicionales y edificantes cuadros de historia fueron sustituidos por las flamantes máquinas llamadas a alterar el modo ancestral de vida de los miles de visitantes que acudían de provincias para admirar devotos los aparatos que les iban a hacer innecesarios en su tierra y les iban a obligar a convertirse en meros actores secundarios del nuevo escenario urbano. De paso, estas exposiciones, pensadas para convertir la mercancía en espectáculo, convertían también la ciudad en algo que ver. Y no sólo el fondo y el atrezzo perdían su valor de uso para adquirir un nuevo valor de cambio, también la figura, desgajada de su comunidad orgánica, se veía obligada a vagar mirando y dejándose ver. Los viejos relatos de la cultura ya no eran capaces de vincular unas figuras definitivamente recortadas contra el fondo del espectáculo. La postal de Manet representa el nuevo paisaje contra el que, en lo sucesivo, se distinguiran los objetos y los sujetos, se reconocerán y se harán reconocibles. Tiene, efectivamente, mucho de instantánea, pero no es una foto, un medio vilipendiado por Baudelaire precisamente por ser incapaz de segregar la información excedentaria de los indicios que el pintor taquígrafo entendía que venían al caso.
Sorprendentemente, las sumarias pinceladas de esta visión premonitoria de Manet se acabaron interpretando como el primer paso del pliegue reflexivo de la pintura sobre sí misma, anticipando el arte abstracto, inelocuente y autoreferencial. Una lectura que aceleró el proceso de amnesia colectiva que el propio motivo del cuadro estaba promoviendo.
En términos generales, la pintura de Javier Corzo no hace más que transitar este escenario definido por el pintor de la vida moderna. Consciente de la genealogía que Greenberg consolidó –de Manet al silencio-, comienza restando importancia a la pintura como signo para restituir, mediante aquella malinterpretada capacidad taquigráfica, su capacidad para definir en cuatro pinceladas el campo de la subjetividad del nuevo ‘héroe’ de la modernidad llamado a sustituir al flâneur: el turista.
El mundo ha devenido imagen. Sólo eso lo hace digerible. Las ruinas ya no se pueden reconstruir rememorando la cultura que las erigió como monumentos. La modernidad ha roto la continuidad de valores y saberes que permitía integrar el pasado en el presente. Y también se ha despedido de sí misma al perder la fe en un progreso que nunca supo definir. El presente, desgajado del pasado y el futuro, solo atesora ya una fe miope en el espectáculo, que nos brinda la tranquilizadora certeza de que lo que aparece es bueno y lo bueno es lo que aparece. El flâneur trataba de articular trabajosamente en una constelación de sentido estos fugaces acontecimientos de una actualidad que, sin origen ni telos, desafiaba a nuestra capacidad de reducirla a lo uno. Algo que el turista logra, más que distraída, desapercibidamente: unifica un mundo roto con el engrudo de su mirada horizontalizadora. La obra de Javier Corzo recorre este inquietante escenario en cuatro actos.
Primer acto. Corzo pinta ‘en sepia’ lo que parece ser el álbum de los primeros viajeros que invirtieron el ‘grand tour’ y trocaron la costumbre de ponerse en crisis asimilando las imágenes del pasado por la de afirmarse mediante la inmersión en la imagen del presente. Las obras de Corzo son imágenes de imágenes, un reconocimiento de esta vida de segunda mano en la que la desubicación, la pérdida de sitio derivada de una pérdida de realidad, se exorciza haciéndose fotografiar, con un narcisismo mecánico, frente a esas ruinas -históricas o naturales, ruinas de nuestro deseo de pertenencia o de nuestro afán explorador- que nos devuelven una imagen desgastada del último rito iniciático de nuestra civilización: dejarse ver dónde todo el mundo ha estado, reconocerse donde todo el mundo es desconocido.
Segundo acto. Corzo pinta flâneurs. Los mirones son mirados desde un extraño punto de vista cenital que quizás evoque a un dios capitidisminuido y reconvertido en cámara de vigilancia. El paseante, incapaz de darle profundidad a sus instantes en un mundo devenido pantalla, se convierte en el espectáculo del entomólogo de la vida social de una especie que ha encontrado en la deriva, el nomadismo o la desterritorialización una extraña forma de sentirse en casa.
Tercer acto. Corzo pinta con acuarela infinidad de postales de iglesias calvinistas. En los últimos años, el ‘archivo’ se ha convertido en el formato de actualidad, sustituyendo a la retícula modernista y la reiteración pop, procedimientos consagrados, todos ellos, a certificar la obsolescencia de la pintura y de las pretensiones expresivas de un sujeto que trataba de perfilar su diferencia contra el fondo de la repetición. Al pintar a la acuarela, de forma tan reiterada como sumaria y poco expresiva, un archivo reticular de los templos en los que nació el espíritu del capitalismo, Corzo pone en evidencia la ingenua radicalidad de unos procesos artísticos que no hacen más que reflejar el espíritu de una época administrada por la norma del nihilismo. Ni los templos de la doctrina que le daba sentido al presente ni las estrategias de contestación que lo impugnaban se han salvado de su conversión en imagen.
Cuarto acto. Corzo registra en el nuevo formato de actualidad, el dibujo de línea dura, imágenes de la búsqueda de la diferencia en la repetición. El turista tiene mala prensa. La suya es una actitud -como la del consumidor- tan extendida como vituperada. Lo cual no hace más que avivar el deseo de encontrar destinos diferentes dentro de la, aparentemente inevitable, repetición de la experiencia de convertir la realidad en espectáculo de la ruina. La paradoja se confirma cuando los destinos alternativos se adentran en ‘selectos’ espacios de exclusión -como Chernobil o el desecado Mar de Aral, las favelas o las cárceles abandonadas- en los que podemos recuperar la ilusión del pionero en contacto con las ruinas inéditas de su propio presente, que está ya en condiciones de ser musealizado y monumentalizado pues parece haber nacido desgajado de su propia cultura.
Javier Corzo es un artista en formación. Uno de esos artistas clásicos que pinta para ‘aprender a pintar’. No para mejorar su ‘maniera’ (de hecho, lleva años ‘controlando’ su facilidad para la pintura), sino para definir un ‘estilo’, una forma distintiva de estar en el mundo. Sabe que la distinción no se alcanza reclamando una alcurnia anclada en un pasado del que no podemos sentirnos herederos, ni tampoco acudiendo ansiosamente a un destino –por triste que resulte- que aún no haya sido transitado; sino recorriendo pausadamente el escenario de sus propias contradicciones ‘epocales’ con el fin de establecer entre ellas algún tipo de resonancias que le suenen a su propio nombre. Algún día, el turista deberá dejar de darle la espalda a aquello que se supone que fue a ver, deberá dejar de volver su rostro a una cámara que sólo puede fotografiar cadáveres y registrar el instante irrepetible de lo que no llegó a suceder…

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